jueves, 20 de abril de 2017

Las anécdotas de Cacho, encargado nocturno en un bar.


por Carla Nudel

Los bares son escenarios de lo imprevisible. Cualquiera que frecuente estos lugares que se han vuelto icónicos de la idiosincrasia porteña lo entenderá. Pensemos en la cantidad de relaciones que comienzan (y que terminan) con un café de por medio, en la cantidad de encuentros y desencuentros, de esperanzas y desilusiones. Pensemos en la cantidad de anécdotas, recuerdos y sensaciones que evoca solamente el nombre de nuestro bar favorito, como bien comentaron Cristina Pérez y Gonzalo Sánchez en su programa de anoche.

Al escuchar esta conversación, lo primero que se me vino a la mente fue que pocos deben conocer la mística de los bares porteños tanto como mi abuelo. Cacho Donato (para mí “Lalo”), hoy de 82 años, trabajó exactamente la mitad de su vida nada más ni nada menos que en el San Bernardo, uno de los bares notables más reconocidos de la Ciudad. El “Sanber”, como lo llamamos ahora los jóvenes que lo frecuentamos, tiene más de cien años y en su momento supo ser la guarida de reconocidas figuras de nuestra cultura, como Osvaldo Pugliese, Juan Gelman y Celedonio Flores.

“Yo fui a varios países y te digo que no hay en ninguna parte del mundo existe un bar parecido al San Bernardo”, suele decir Lalo siempre que encuentra la oportunidad.

Mi abuelo estuvo más de cuatro décadas trabajando detrás de la barra en horario trasnoche, donde pudo cosechar las más variadas historias. Sobre los años 70, por ejemplo, lo que más recuerda son sus visitas a la comisaría para hacerse cargo de los menores que encontraban en cada inspección policial: “En los 41 años que estuve yo en el bar, hice el pianito más veces que cualquier ladrón de la Argentina”, se jacta mi abuelo. “Calculo que lo he hecho más de cien veces”.

Diversos personajes forman parte de sus historias: borrachos, locos, infieles, insomnes, solitarios, drogadictos, jugadores empedernidos. Pero de todos sus relatos, el que recuerdo más claramente (y uno de los pocos que por pura casualidad se me ocurrió grabar) es el dramático episodio que transcribo a continuación.


A las 2 y media, 3 de la mañana aparece en el bar un tipo en calzoncillo y camiseta y me dice:

“Perdóneme. Mi señora…mi señora arriba”

“¿Qué pasa?”, le digo.

“¡Mi señora, mi señora… arriba!”, es lo único que alcanza a decir.

Entonces voy y subo. Era el mismo edificio pero estaba en la parte de arriba. Y ahí era como una casa ocupada. Tenía un montón de habitaciones todas juntas y unos parquecitos que eran el triple de grandes que este lugar. Y en el medio de todo eso, una letrina. Tirada en el suelo, había una mujer que ya le había salido el feto y estaba tirada en el piso. Debía ser pleno julio o agosto, porque hacía un frío…. Había tenido los dolores del parto y había ido a baño, todo esto en un lugar así. Las dos mujeres que habían venido de otras habitaciones la miraban, sin saber cómo reaccionar. Me fijé, y vi que tenía el cordón umbilical afuera, sin tocar. Como mi hermano Oscar una vez me había llevado a una clase práctica de anatomía, inmediatamente supe lo que había que hacer.

Me fui abajo y le digo a Palermo, que era el tipo que me relevaba siempre: “Deme este hilo que está ahí colgando”.

-¿Qué hilo?, ¿Qué va a hacer, Donato?

-Pero qué va a hacer, Donato…

Se lo palpitó, el viejo.

-Deme el hilo, y la tijera que está allá en el cajón.

En eso, cuando estoy saliendo del negocio, veo que al lado había un velorio donde había un hombre de seguridad…un patovica. Me dice “¿Qué pasa?” Y ahí le expliqué.

“¿Quiere que lo acompañe?”, me dijo.

Y subimos los dos.

A todo esto, se habían sumados dos policías a la escena. Ahí agarré y les dije a las dos mujeres: “Vayan preparando algo para envolver a la criatura”.

“Entonces agarro y le pido a este Palermo, que tenía la tijera en la mano:

“Deme la tijera”, como si realmente supiera lo que estaba haciendo. Porque todo esto lo hice sin pensar, así como diciendo “Lo sé hacer,” pero de golpe me di cuenta que no sabía nada. ¡Tenía miedo!

Y el tipo me decía: “¡Corte! ¡corte!, ¡corte!”

Y corté.

Los bares están llenos de buenas historias, y esta anécdota lo demuestra. Cualquier cosa puede pasar en estos paradójicos lugares que, dentro de su rutina cotidiana, se van renovando para ofrecernos cada día la magia de lo inesperado.

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