viernes, 7 de diciembre de 2018

‘La soledad del corredor de fondo’: parar para vivir.


Dice un refrán alemán: “Una persona puede correr en todas las direcciones, pero de nada le sirve cuando está huyendo de sí misma”.

En un tiempo en el que todo el mundo vive deprisa, correr se ha convertido en un estilo de vida. Correr porque no llegamos al trabajo, a recoger a los niños del colegio, a llevarlos a las actividades extraescolares, a ver a los abuelos, a una entrevista de trabajo, a una cita amorosa… Correr porque se nos va pasando el tiempo de ser la persona que nos habían dicho que teníamos que ser; de conseguir el éxito al que estábamos destinados; el dinero y el bienestar material que la publicidad nos vende que “no tenemos derecho a no tener”. Correr porque mientras corremos de un lado para otro, no da tiempo a pensar. Y pensar es peligroso. Bien lo sabe el sistema.


Ejercitando esa actividad de “alto riesgo”, salí yo del cine tras ver la película La soledad del corredor de fondoveinticinco años después de leer la novela de Alan Silitoe.

Entonces, cuando aún la juventud burbujeaba en mi estómago, coincidí con la crítica en que esta obra era el “perfecto tratado sobre la insatisfacción y el enojo del adolescente de clase obrera”. Y era normal que lo creyera. En esa época de la vida en la que todo está por construir, la rebeldía suele ser inversamente proporcional a la edad. Muchos años después, la película de Richardson me pareció, más bien, un alegato a favor de la dignidad y la libertad de elegir. Y en esa libertad incluyo la de escoger qué ritmo de vida queremos llevar (con lo que ello significa de no encajar en el patrón de seres productivos y apresurados que la sociedad demanda y valora). Como hizo Colin Smith, el protagonista de la novela. Elegir qué tipo de persona deseaba ser: una inconformista capaz, incluso, de perjudicarse por no traicionar sus principios u otra sumisa a los deseos de aquellos que, como el director del reformatorio que pone sus expectativas en él y en sus dotes para correr, colaboran a sostener el sistema que lo llevó a convertirse en un ser marginal.

La película me interpeló, como solo lo hacen los clásicos destinados a escarbar en el alma humana, sobre el estilo de vida al que nos aboca esta sociedad de la prisa en las que todos vamos corriendo. Corriendo como Colin: “Es difícil de comprender. Solo hay que correr. Sin saber por qué. Así es la soledad del corredor de fondo”. Sus reflexiones me estallaron en la cara. Correr, correr y correr. Sin saber a dónde nos conduce tanta carrera. Sin que, necesariamente, el pasado amenace con alcanzarnos como le ocurre a Colin, un adolescente con una trágica vida a sus espaldas: un padre muerto, prematura y dolorosamente, después de haber trabajado hasta la extenuación en una fábrica de Nottingham; una madre fría y extremadamente dura que, a los pocos días de enviudar, convive con su amante en el hogar familiar y una perpetua escasez de todo: de dinero, de afectos, de oportunidades…



Una escena de la película de Tony Richardson.

Correr por correr. Porque así nos lo exige el guión. Un guión que alguien escribió para nosotros, como Silitoe lo hizo para Curtenay —actor al que hace poco volví a ver en la película La sociedad literaria del pastel de piel patata, una deliciosa historia sobre la pasión por la lectura que salva— o para la madre del protagonista, magistralmente interpretada por Avis Bunnage, cuya máscara de mujer dura e insensible se desintegra, apenas unos segundos, en la escena en la que termina de contar el dinero de la indemnización tras el fallecimiento del marido o para los actores que se ponen en la piel de los jóvenes marginales hacinados en un reformatorio que no reforma…

Tom Courtenay, protagonista del film.

Y frente a ese correr sin saber para qué, solo nos queda parar sabiendo por qué. Porque tal vez, después de una vida corriendo, parar es el único acto de verdad y resistencia posible. Desafiando el guión que esta sociedad capitalista ha escrito para nosotros. Desafiando el miedo y la prisa que nos lleva en volandas. Desafiándonos a nosotros mismos y a la creencia de que solo corriendo llegaremos. Parar como lo hace Colin, porque no nos da la gana de darle el gusto a los que nos llevan del ronzal, porque es muy cansado correr en todas las direcciones huyendo de nosotros mismos.

Porque vivir solo vale la pena para vivir. Y no para correr. Tanto. Siempre.

Fuente: caocultura

No hay comentarios:

Publicar un comentario